domingo, 7 de marzo de 2010

Difusion: Mujeres Heroicas

Mujeres heroicas.
- 06/02/10


Desde antes de la Independencia, las mujeres sirvieron a la Patria en diversas actividades, en la milicia o el ejército. Como apoyo desde la ciudad o acompañando a las tropas en campaña, hasta con niños y ancianos. Actuaron como guerreras, enfermeras, cocineras, pulperas, cantineras y “bomberas”, y siguieron a las milicias como guerreras o de apoyo a sus maridos y tropa en general, y hasta infiltradas en el enemigo para fomentar de deserción.

Algunas más conocidas, como Manuela Pedraza, Juana Azurduy, Macacha Güemes, La Delfina, Juana Moro, Carmen Funes ( “la Pasto Verde”), Santos Moreno ( “La Rubia Moreno” ) o Martina Céspedes y otras, rescatadas por pasajes de la historia, por el folclore y la tradición oral. Otras menos conocidas o ignoradas, cuyo hechos heroicos se han perdido en el tiempo, pero que vale la pena rescatar.

Relatos y testimonios


Alfredo Ebelot, en su libro “La Pampa, Costumbres Argentinas” nos deja un interesante relato sobre la actuación de las mujeres en las milicias. Nos perece interesante transcribir este relato proveniente de un testigo directo:

Grande fue mi sorpresa, en los comienzos de mi vida de frontera, cuando por primera vez me encontré en marcha con un destacamento que cambiaba de guarnición. Había dejado partir la tropa con mi equipaje y mis carros, que eran muy pesados, y detúveme a conversar, amigablemente retenido por el jefe de frontera, que no todos los días tenía ocasión de entablar diálogos. Era en la Blanca Grande, en donde ahora hay estancias muy hermosas, y que en aquella época era una madriguera famosa.

Cuando monté a caballo para alcanzar a la columna, ésta estaba ya muy lejos. Después de haber galopado un buen rato, vi asomar primero una nube de polvo. Eran los caballos de repuesto, la caballada, primera sorpresa para un novicio; tenía yo dos días de campaña.

Luego apareció otro grupo, considerable y en desorden, y por fin, allá en el extremo, pequeña, ocupando nada más que el espacio indispensable, una tropa que marchaba en formación. El grupo intermediario eran las mujeres y los niños. Había una caterva. Todas las edades estaban representadas en ella: desde los niños de pecho, que mamaban sin desconcertarse al trote duro de los caballos, hasta las viejas cuyos cuellos semejaban un manojo de culebras, y que mascaban un cigarro en sus encías desprovistas de dientes. También estaban representados todos los matices, excepto el blanco. La escala de tonos empezaba en el agamuzado claro y terminaba en el chocolate. Todo esto estaba encaramado sobre pilas de ropas, utensilios de cocina, cafeteras y maletas que desbordaban por ambos lados del recado en extravagantes protuberancias.

Cuando había que mudar de caballo, era de ver el trabajo que demandaba esta operación. El arreglo de todos los bultos en el suelo y su colocación en el nuevo animal, la acción de izar a la propietaria encima, constituían tareas graves y minuciosas; pero todos los soldados disponibles se prestaban a ellas, con la mejor voluntad, y en suma la cosa andaba con más prontitud que la que se hubiera podido suponer. No conozco gente tan diestra como los indios y las indias para estas instalaciones de un ajuar ambulante y complicado en el lomo de un caballo.

Cuando llegamos el día siguiente al fortín Sanquilcó, cuya guarnición íbamos a relevar, presencié el espectáculo de la recepción hecha por la guarnición femenina que lo ocupaba a la guarnición femenina que iba a reemplazarla: los grandes saludos, el mate y las conversaciones.

Imagínense ustedes un reducto de tierra, de una cuadra de superficie, franqueado por chozas de juncos, algo más grandes que tiendas, y más pequeñas que los ranchos más exiguos, dejando en el medio un sitio cuadrado en cuyo centro está el pozo, e inundado de criaturas que chillan, de perros que retozan, de avestruces, de ratas de agua domesticadas que allá se llaman nutrias, de mulitas, de peludos que trotan y cavan la tierra, de harapos que secan en cuerdas, de fogones de estiércol en los que canturrea la pava del mate y se asa el alimento al aire libre; figúrense ustedes en torno la pampa desierta, chata y amenazante, que el centinela apostado en una torrecilla de césped, interroga día y noche, y tendrán el cuadro, a la vez pintoresco y monótono, en medio del cual transcurría la vida de la mujer del soldado en la frontera.

¿De dónde han venido y qué ha podido vincularlas a esa existencia? Vienen, ¡vive Dios!, de esos ranchos aislados que han encontrado ustedes al paso, allá, allá en aquellas llanuras que enfáticamente se dicen pobladas, cuando contienen mucho ganado y encierran pocos seres humanos. La vida de esas mujeres era allá poco más o menos lo que es aquí, y tenían de menos la variedad, la sociedad, lo imprevisto. Han ganado en el cambio. Por eso adquieren rápidamente el espíritu de cuerpo. Es muy raro que una mujer cambie de batallón. Si reemplaza a su marido por otro, lo que acontece con menos frecuencia de lo que se cree, el nuevo titular llevará en el kepi el mismo número que el antiguo.

¡A fe mía, sí! son casamientos inestables; pero, vean ustedes, sucede con esta inestabilidad lo que con los objetos amontonados sobre un recado; se mueven de un lado para otro; no sabemos cómo no se desprenden, y sin embargo ruedan rara vez.

Reflexionando un poco, pues todo tiene una explicación en este mundo, aun la anomalía de estas fidelidades relativas, se descubre la razón. He dicho que ellas vienen de los ranchos; son gauchos con faldas. Tienen todas las cualidades y todos los defectos de los gauchos; la vida es siempre soportable al lado de personas que piensan y sienten como uno. Los defectos compartidos forman, como las virtudes, un vínculo.

A veces, les gusta la bebida, es su pecado venial; pero uno se pregunta si ello no contribuye a la buena armonía del hogar. He visto parejas de mala bebida, cubiertas aun de magulladuras y moretones después de una pequeña fiesta que acabó mal, redoblar los cariños y atenciones recíprocas una vez disipada la embriaguez.

En esas peloteras íntimas y en esas reconciliaciones, más que nunca frecuentes en las visitas de los comisarios pagadores, todo el dinero que recibe el soldado pasa a empilchar a su compañera. Es el momento en que aparecen los botines de colores chillones, los fulares amarillos y violetas, y en que chorrean perfumes las espesas cabelleras negras, semejantes a colas de caballos, lacias o rizadas, según que la propietaria tenga sangre india o sangre negra en las venas.

No hay que concluir de aquí que la mujer del soldado sea interesada. Gusta de las atenciones, no del dinero: como que generalmente tiene más que su dueño. El soldado sólo tiene su sueldo; la mujer, planchadora, encargada de la ropa de los oficiales, o pastelera, vendedora de tortas a los soldados, suele tener más que su hombre, cuando llega el comisario, y recurre a sus deudores bien provistos entonces.

Como condiciones militares, puede decirse que son veteranos, verdaderos veteranos. Muchas veces se les ha visto hacer fuego, y en las sorpresas tienen la sangre fría y el arranque de un soldado viejo. En 1874, una mujer de la artillería fue hecha subteniente en el campo de batalla. He aquí otro ejemplo más original.

Cuando ocupamos Guaminí, no habíamos llevado las mujeres de la división. No sabíamos lo que íbamos a encontrar y no queríamos tener ese estorbo, en el caso en que tuviéramos que librar batalla en campo raso con enjambres de indios, que fue al fin lo que nos cupo en suerte.

Pronto nos apercibimos de que habíamos hecho mal en dejarlas; los soldados las extrañaban amargamente, languidecían, desertaban, no lavaban su ropa ni soportaban la campaña con buen humor.

Al cabo de tres meses y, como se enviara a la antigua frontera un destacamento encargado de escoltar un convoy de uniformes, se decidió que al mismo tiempo condujera a las mujeres. El destacamento fue atacado a la vuelta por una gran invasión. Era mandada por un oficial perspicaz que, desde que avistó a los indios, se dio cuenta de su número considerable, reunió su escuadrón femenino y le dirigió el siguiente discurso:

- “Tengo bastante gente para resistir, pero esos demonios me van a quitar la caballada. Muchachas, a ustedes se la confío. Rodéenla y no dejen que nadie se aproxime”.

- Está bien, teniente respondieron.

Una de ellas pidió un revólver.

- Un momento -dijo el teniente-. Si ustedes se presentan en ese traje, los salvajes se van a encarnizar en robar la caballada. Hay que evitarlo. Hay uniformes en los cargueros; con que así, ¡faldas abajo y a vestirse de reclutas! ¡Sobre todo, hagan honor al glorioso uniforme que les confío!

Los indios coronaban ya las alturas y tornaban sus disposiciones de combate. Era un espectáculo característico, en ese momento siempre solemne que precede a una carga, ver a las mujeres, faldas abajo, como les dijo el teniente, poniéndose la bombacha y la chaquetilla azul, ocultando sus largas cabelleras bajo el kepi y saltando sobre el caballo, mientras que los soldados con el arma pronta y el ojo atento, pero no del lado de los indios, se cambiaban dicharachos fuertemente condimentados sobre las formas más o menos redondeadas que las indiscreciones de esa rápida toilette dejaban en descubierto por un momento.

La carga fue brillantemente rechazada y la caballada se salvó. Los indios llegaron sin embargo muy cerca. Sólo un año después vinieron a saber, cuando los hicimos prisioneros, que ese día se las habían visto con mujeres. Ellas habían enarbolado cuchillos que en nada se parecían al curioso puñal de la liga.

Una de las mujeres más interesantes que he encontrado en la frontera era una antigua acompañante de las hordas del Chacho. Ya no tenía sino tres dientes, y los más viejos apenas recordaban el momento en que entró en el tercero de caballería, primeramente como prisionera y luego como uno de los adornos del regimiento. Era espantosamente fea, pero la rodeaban los respetos a que la hacían acreedora sus aventuras y la manera como las refería.

Iba yo siempre a tornar mate con ella, cuando pasaba por la comandancia “General Mansilla”, frontera de Trenquelauquen. He leído las hazañas del Chacho en Sarmiento. A decir verdad, ella las refería mejor. Hubo sobre todo una circunstancia en que llevó cartuchos al Chacho acorralado, sin munición, perdido. Atravesó las líneas nacionales, disfrazada de mujer encinta de ocho meses y medio, con un vientre de hojalata lleno de municiones. Ya me daba por degollada, decía, pero nunca me hubiera consolado de que me tomaran los cartuchos. Las municiones llegaron y el Chacho salió del paso.

He ahí los aspectos brillantes y atrayentes de la vida militar, el peligro. En cuanto a las privaciones y a las fatigas de todos los días, las mujeres muestran una resistencia que asombra. Viajaba yo un día a caballo de Patagones a Bahía Blanca, sesenta leguas, en una estación fría y desagradable. Volvíamos de Choele Choel.

Había una mujer en la partida, lo que no me sorprendió. En el primer lugar que acampamos, me apercibí de que daba de mamar a un niño cuya edad le pregunté. Había salido de Choele Choel al día siguiente del parto, e iba al Azul a donde era llamado su marido, asistente de un oficial. He ahí un nene que antes de tener un mes se hacía doscientas leguas, dormía al aire libre en invierno y en los brazos de su madre recién parida.

La madre y el niño llegaron bien; tuve después noticias. ¡Esos muchachos de cuartel! ¡Ésa sí que es semilla de soldados, si se ocuparan un poco más de su instrucción! Sarmiento pensó en ello y fundó escuelas de regimiento. Después de él marcharon como Dios quiso y acabaron por desaparecer. Esos hijos del Estado, que le han de dar trabajo si los descuidan, merecerían sin embargo la pena de que se ocuparan de ellos.

Hoy, en Buenos Aires, al pasar en tranvía por los cuarteles, se puede comprobar que los cuerpos de tropa de línea han incorporado muchas indias. En el patio del cuartel es siempre el mismo cuadro que hemos esbozado al principio; sólo que los cuartos son de ladrillo, hay menos perros, menos animales y más mujeres pampas, de ésas que en los cuerpos llaman pata ancha, porque, a decir verdad, no tienen el pie muy breve.

Se adaptan muy pronto a su nuevo medio.


Un día que tomamos las tres cuartas partes de la tribu de Catriel, encontré en la plaza del fortín de Puán a una india muy emperifollada que había caído prisionera unos meses antes.

- Y bien le dije, ¿has ido a ver a tus compatriotas?
- Yo no pampa -me contestó con orgullo-, yo 11 de caballería.

Por su parte Ramos Mejía, en su libro Rosas y su tiempo, nos deja el siguiente relato sobre la mujer soldado:

“La mujer de la plebe tenía en los ejércitos federales su parte de afecto oficial y en el reparto del rancho, porque alegraba al soldado; y a ciertas horas los encantos de la familia, para los unos, y los alicientes de la orgía para otros, derramaba calor y fuerza en aquellos pechos que tanto lo necesitaban. El más experto espía o «bombero», en el orden militar como en el otro, fueron estas mujeres, negras y mulatas especialmente, que metiéndose en las filas de los ejércitos enemigos y bajo el imperio de las necesidades físicas que afluían a su carne, seducían la tropa y provocaban la deserción o se apoderaban de todos los secretos que podían pispar en las intimidades de sus rápidas excursiones”.

Y más adelante agrega el mismo autor:

“Las negras servían para todo: mucamas, bailarinas, vivanderas y hasta soldados”.

Fuentes:

- Ebelot, Alfredo. La Pampa, Costumbres argentinas. Edit.Taurus, 2001
- Ramos Mejía: Rosas y su tiempo
- La Gazeta Federal www.lagazeta.com.ar

Fuente: www.lagazeta.com.ar

http://www.agendadereflexion.com.ar
http://www.agendadereflexion.com.ar/2010/01/29/596-mujeres-heroicas/

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